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domingo, 15 de noviembre de 2009

SACRIFICIO, SACRAMENTO Y SACERDOCIO EN LA EVOLUCION DE LA IGLESIA

1. Planteamiento del problema
Existe hoy en día, un esquema tan simple y luminoso en respuesta a la pregunta sobre la evolución de las relaciones entre sacrificio, sacramento y sacerdocio que se ha impuesto en la conciencia pública casi sin oposición. Según este esquema, el Nuevo Testamento signi¬ficó el fin de los tabúes sacros y, con ello, el fin también del sacer¬docio sacrificante y del sacrificio mismo, pero la libertad así conse¬guida no pudo mantenerse por mucho tiempo. Ya en el cuerpo mismo del Nuevo Testamento pueden percibirse ciertos intentos de desacralización.
Quien siga la evolución de las relaciones entre sacrificio, sacer¬docio y sacramento a lo largo de la historia de los dogmas, se enfrentará con un entramado de extraordinaria complejidad, que no puede ser objetivamente expuesto en un solo artículo, ni siquiera resumido en sus grandes líneas generales.
2. La forma básica de la antigua Iglesia como norma permanente
Haciendo diferencia entre la única iglesia y las demás iglesias, cabe mencionar que la antigua Iglesia, se caracteriza, por ser ecclesia in ecclesiis, es decir, la única Iglesia existe en muchas Iglesias (locales) y estas numerosas Iglesias existen en la única Iglesia -punto en el que el plural utilizado por la Iglesia antigua para referirse a las Iglesias locales no debe confundirse con el plural de las Iglesias confesionales de nuestro tiempo- . Este peculiar entrecruzamiento de singular y plural se apoya, a su vez, en el hecho de que todavía se seguía conservando el sentido original de la palabra ecclesia: «asamblea», «reunión». Por consiguiente, el auténtico lugar existencial de la Iglesia no es una bu-rocracia, ni la actividad de un grupo que se declare a sí mismo «base», sino la «asamblea». Esta es Iglesia en activo y a partir de ella se explica la singular mezcla de unidad y multiplicidad, porque su contenido es la palabra de Dios, concretamente, la palabra hecha carne que, a partir de la palabra de la fe, se encarna una y otra vez.
En consecuencia, toda asamblea es totalmente Iglesia puesto que el cuerpo del Señor sólo existe entero, al igual que la pa¬labra de Dios. Pero también se sigue que cada asamblea o comunidad concreta, sólo es Iglesia en cuanto que se inserta en el todo, en la unidad con las restantes. En efecto, el cuerpo del Señor, que está entero en cada comunidad, es uno y el mismo en toda la Iglesia. Y lo mismo debe decirse de la palabra de Dios: sólo se la puede tener en cuanto que se la tiene con los otros.
En resumen, podemos decir que el punto de construcción de la más antigua eclesiología es la asamblea eucarística: la Iglesia es comunión (communio). A partir de aquí se da no sólo una estructura totalmente específica de la coexistencia de unidad y diversidad, sino también la unidad de Cristo y de la Iglesia, la imposibilidad de separar a la Iglesia visible de la espiritual, a la Iglesia como organización de la Iglesia como mis¬terio. La communio concreta es la Iglesia, la Iglesia es Iglesia en el culto, y este culto se llama ágape, eirene, koinonia, con lo que implica, el concepto de una responsabilidad humana global. Este culto nunca está cerrado ni puede estarlo. El todo significa una con¬cepción eucarística del ministerio: si la Iglesia es eucaristía, entonces el ministerio de la presidencia de la Iglesia es esencialmente respon¬sabilidad por la asamblea que se identifica con la Iglesia.
3. La evolución medieval
El proceso más decisivo en la evolución del occidente latino fue, el creciente distanciamiento entre sacramento y jurisdicción, entre liturgia y dirección concreta. Confluyeron y actuaron aquí múltiples factores. La forma paleoeclesial de «Iglesias» había sido posible gracias a la estructura urbana de la sociedad antigua. Ahora, en el ordenamiento esencialmente agrario de los nuevos pueblos, no podía prosperar a la manera antigua, con ello, se modificaba también la función del obispo y la de su presbiterio. A esto se añadían las diferentes formas en que ahora se presentaba la yuxtaposición de estructura misional y estructura de las Iglesias locales.
La Iglesia monacal irlandesa no conocía el orden epis¬copal, por lo que la potestad de consagración en las solemnidades sacramentales y la potestad de dirección marchan por caminos separados. En esta misma dirección señalaban las iglesias de propiedad privada, que eran una derivación del espacio jurídico germano (el sacerdote pasa a ser un funcionario del culto, dentro del conjunto administrativo de un señor feudal). El obispo, en cuanto funcionario imperial, sólo está orientado hacia la asamblea eclesial de manera secundaria hasta el punto de que, cuando lo juzga oportuno, delega en otros algunas funciones concretas. En semejante contexto, se va desarrollando con celeridad, hasta la baja edad media e incluso hasta el barroco, la se¬paración entre prebendas y servicio espiritual. La más amenazadora cristalización de este proceso se da en la separación entre sacramento y derecho, entre función sacramental y potestad de dirección. El ministerio, como figura jurídica, a la que se vinculaban unos determi¬nados productos, rentas o posesiones, compete a algún gran señor que, en muchos casos ni siquiera ha recibido las sagradas órdenes y que hace desempeñar los actos culticos a un sacerdote mal pagado que no tiene ninguna responsabilidad de dirección ni puede sentirse mínimamente responsable, de acuerdo a su condición; no está capacitado para la predicación y con frecuencia se limita a la simple repetición del rito, que pierde así, en la práctica, su verdadero sentido.
En el plano teológico, la consecuencia más trascendental de esta separación entre sacramento y jurisdicción fue, el ais¬lamiento del concepto de sacramento que de aquí se derivaba, de modo que ya no puede percibirse la identidad esencial de la Iglesia y asamblea litúr¬gica, de Iglesia y communio. Ahora la Iglesia es, por un lado, aparato jurídico, conjunto de derecho, órdenes y pretensiones que son las características básicas de cualquier sociedad. Tenía la pe¬culiaridad de que en ella se daban acciones rituales: los sacramentos. La eucaristía es uno de ellos, una acción litúrgica junto a otras, pero no ya el lugar general y el medio dinámico de la existencia eclesial.
La legítima concentración eucarística del ministerio obtiene así un sentido totalmente modificado, es decir, la consagración sacerdotal, que tam¬bién ha sido desplazada, en cuanto sacramento aislado, del gran con¬texto de la asamblea eclesial, se hace necesaria para poder cumplir los ritos sacramentales prescritos en la Iglesia, Por otra parte, el movimiento de la edad media no se redujo sólo a esto. Ante todo, es preciso declarar que la separación entre sacramento y derecho, por funestas que fueran sus consecuencias, que entre otras cosas, respondía a una necesidad básica.
Cabe mencionar que la reforma gregoriana se interesaba por restablecer la unidad de sa¬cramento y dirección. Otro gran movimiento reformista me¬dieval promovido por las órdenes mendicantes, luchaba por la uni¬dad de sacramento y palabra, de culto y predicación. Su esfuerzo se concentraba, además, en la emancipación de la Iglesia frente a las es¬tructuras feudales, en la libertad del evangelio frente a las condiciones materiales del orden medieval.
4. La protesta de Lutero
Para entender la protesta de Lutero, es necesario ir más allá de lo hasta ahora dicho y seguir la pista de un nuevo hilo de madeja de la evo¬lución. Este hilo se remonta hasta las reflexiones de san Agustín, cuya fuerza explosiva, hasta entonces olvidada, cobra ahora toda su efi¬cacia.
En su patria africana, san Agustín vivió la experiencia de una es¬cisión de la Iglesia sin parangón en las restantes Iglesias antiguas. En cada ciudad se alzaba altar contra altar, Iglesia episcopal contra Iglesia episcopal. El país estaba por doquier mezclado y dividido entre donatistas y católicos. Los movimientos de con¬versión fluctuaban de una a otra Iglesia, con demasiada frecuencia por motivos superficiales. Todo ello hizo que la comunidad eclesial vi¬sible pareciera sumamente problemática, desde este telón de fondo se comprende bien que san Agustín no pudiera identificar a la Iglesia auténtica con las personas que se reunían aquí y ahora para celebrar la eucaristía, porque podía muy bien ocurrir que mañana estos mismos hombres pasaran a for¬mar parte de otra asamblea distinta. La genuina Iglesia estaba cons¬tituida, según él, por aquellos que se reunirían para siempre y defi-nitivamente, bajo la llamada de Dios, es decir, por el número de los predestinados. Quien ahora estaba dentro, podía quedar definitivamente fuera, y a la inversa. No olvidemos que la mirada de Lutero se dirigía también a la Iglesia griega, que siempre había sido Iglesia, pero sin estar sujeta al papa. De aquí se concluía que lo que importaba no era la communio concreta, sino la comunidad que estaba al fondo de los factores institucionales.
Ahora, intentemos conseguir un diagnóstico algo más exacto de lo que aquí ha acontecido. No se puede rehuir la conclusión de que la eucaristía ha sido reducida a lo único que, según Lutero, constituye el núcleo y el contenido de la fe cristiana: comunicación fiable, pero no compartible, de un perdón de los pecados firme y seguro a la con¬ciencia atormentada de cada individuo.
Es interesante advertir que la crítica de Lutero no se refería en primer término a la idea de sacrificio y a la vinculación del sacerdocio a la misa, del sacerdotium y sacrificium. Aquí no se habla directamente de estos temas, de donde puede muy bien dedu¬cirse que esta vinculación no era ni tan exclusiva como hoy la pen¬samos, ni tan acentuada como nos la imaginamos. Lutero afirma, más bien, que el trabajo principal de los sacerdotes actuales es «leer las horas canónicas»; por consiguiente, deberían buscar su institución no en las palabras de la cena, sino más bien en aquel pasaje en que Cristo prescribe que se debe orar continuamente.
No se ha advertido que el carácter pneu¬mático de la Iglesia, se expresa en el carácter pneumático de sus servicios, por consiguiente, se niega todo el con¬texto de la communio, de la que lo único que ahora queda son los «predicadores».
5. La respuesta de Trento
El concilio de Trento, en su “Doctrina sobre el sacramento del orden” se limita a rechazar las afirmaciones más importantes de La cautividad babilónica de Lutero. Frente a la tesis de que el sacerdocio es sólo un ministerio de predicación, se establece que al sacerdocio le compete una potestad específicamente sacramen¬tal, a saber, la de consagrar, ofrecer el cuerpo y sangre del Señor y perdonar los pecados. A la concepción funcional luterana del minis¬terio se contrapone la concepción sacramental. Según esto, se afirma que la ordenación depende de criterios sacramentales, no políticos. Ésta misma estructura siguen las sentencias restantes, pero la Doctrina tiene todavía otro contexto, que es seguramente, el más importante, a pesar de que prácticamente en ninguna parte haya sido mencionado ni tenido en cuenta: la Doctrina se ins¬cribe dentro de los Decreta super reformatione.
En el canon 14, se establece que sólo puede ser admitido al ministerio sacerdotal aquel que se haya acreditado al menos durante un año de diaconado y haya demostrado ser capaz de enseñar al pueblo y administrar los sacra¬mentos y del que pueda esperarse que su mismo género de vida sea ejemplo e instrucción.
En el canon 16 se prescribe una especie de ordenación relativa. Nadie debe ser ordenado, sino aquel que a juicio del obispo sea de utilidad o necesidad para su Iglesia particular.
El canon 1 alude a la gran responsabilidad del pastor de almas, derivada del hecho de que el Señor Jesucristo le exigirá cuentas por las ovejas que le ha confiado y que le reclamará la «sangre» de aquellas que se hayan perdido por culpa del pastor.
El canon 2 pide que se celebren sínodos a intervalos regulares. El canon 3 regula las visitas y declara a este propósito: “Los objetivos principales de todas las visitas han de ser llevar la doctrina sana y verdadera... proteger las buenas costumbres, ganarse al pueblo para la religión, la paz y la pureza.
El último gran eco de la reforma borronea fue (en nuestro siglo), la figura de Juan XXIII, para quien la edición de las actas de las visitas del gran obispo fue una herencia vital, en la que veía reflejada su propia voluntad. Lo que el pontífice se proponía, al convocar el Concilio, no era otra cosa sino renovar justamente aquel impulso de reforma que había tomado en Carlos Borromeo y en el que las pa¬labras del concilio Tridentino se convertían en hechos.

David A. Pineda Escobar



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